Poder nombrar
Fernando Molina
Dios concede a Adán el don de nombrar a los seres de la creación. Con ello, se simboliza el dominio del hombre sobre el mundo. Quien nombra, posee. Colón y los que vinieron luego de él lo demostraron con el remarcado del nuevo continente, que llamaron América. Ya no sería Chukiyapu, sino La Paz. Y así ha sido hasta ahora. Ya no serían lupakas u umasuyus, sino aymaras. Ya no serían aymaras o quechuas, sino indios. Este nombre común los agruparía y confundiría; los clasificaría de acuerdo a los objetivos biopolíticos de los europeos. Los nuevos topónimos y etnóminos guiarían la tarea del poder colonial y “recrearían” la vida, el trabajo y el cuerpo de los nativos. De hombres y mujeres insertos en sociedades disímiles, pero suyas, se convertirían en siervos al servicio de los “dueños del nombre”.
La Corona respaldaba una identidad que se consideraba binariamente opuesta a la recién formada de los indios también en cuanto a la facultad de nombrar. Cada designación importante era hecha por órganos coloniales segregados. Desde entonces hasta ahora, tal facultad ha permanecido en manos de los descendientes de quienes recibieron su privilegio de aquel primer acto de forja del nuevo orden. Hasta hoy, parte de la realización performativa del privilegio, de su exhibición en la acción social, ha consistido en nominar. Determinar que tal y aquella personas “indios nomás son” sirve para bloquear su proceso de blanqueamiento y para reafirmar esa diferencia binaria fundacional: quien nomina a los demás como indios se libra de serlo él mismo; ratifica, entonces, en tal designación, su “superioridad”. Esta es una de las fuentes del racismo cotidiano en Bolivia.
Un interesante experimento podría ocurrir si el consejo municipal de alguna ciudad pusiera un nombre indígena a alguna calle o plaza nuevas en una zona urbana ocupada por descendientes blancos. La reacción airada a la que eso daría lugar; la protesta, el boicot, la negación, mostraría hasta qué punto los sectores privilegiados no quieren abandonar el poder adánico de nombrar que ostentan en este territorio desde el siglo XVI. Nominar el hábitat es adaptarlo a uno, para que le sea confortable, hospitalario, familiar. Los nombres exóticos, en cambio, causan un sentimiento de desarraigo. ¿Quién está dispuesto a pasar por esta experiencia solo para ayudar al establecimiento de una comunidad más inclusiva y diversa?
Mejor un nombre criollo cuyo significado se desconoce -el apellido de alguien cuyas hazañas han quedado rigurosamente en el olvido-; mejor el nombre de un traidor a la patria como el Arce de la avenida o el de una flor o el de un animal europeos, mejor ellos que los de un Zárate Willka o un Roberto Choque Canqui o un Apiaguaiki Tumpa, o los de una llama o un quirquincho. Elegir estos nombres causaría un tremendo despelote. “¡Ahora además tenemos que llamarnos como indios!”. Toda identidad consiste esencialmente en eso: en definir cómo ser llamado. Y la identidad blanco-descendiente se proyecta fortísimamente como alterna a lo indígena. No puede admitir ser llamada de manera indígena (o tener que enarbolar una bandera indígena), porque su orgullo emerge de no ser eso que dichas apelaciones aluden. De ahí el rechazo, la indignación que produce el bautizo del país en 2009 como plurinacional.
Tan valioso es este monopolio del nombrar, que se ejerce incluso sobre las designaciones que hacen los indígenas de sí mismos. Por un lado, hay una internalización del eurocentrismo por parte de los indígenas. Les permite a estos ser funcionales dentro de una sociedad programada con un código cultural ajeno. El sincretismo que resulta de ello puede terminar siendo muy poderoso y creativo, aunque a menudo también esconda una dolorosa alienación. Se habrá notado que los descendientes indígenas prefieren los nombres de pila extranjeros o inventados con la yuxtaposición de sonidos que podrían pasar por ingleses o, en general, nórdicos. Esta tendencia es por un lado sincrética en sentido positivo (se siente atracción por lo extraño y se lo incorpora), pero también pueden ser algo así como un recurso desesperado: imitar al que el otro admira para lograr que este sea más inclusivo. Sumarse a la enajenación del otro para que este al fin sienta que uno, al menos en ese vicio compartido, es propio (lo que al final no ocurre: la reacción de los descendientes blancos ha sido cancelar el uso de nombres no hispanizados para sus hijos). Luego, con una nueva vuelta de tuerca, el empoderamiento indígena de los últimos años, la toma de conciencia de muchos indígenas de su propia identidad, todo esto ha ido convirtiendo estos nombres anglosajones o germánicos descolocados en una orgullosa profesión de identidad autóctona.
Y es que, como es lógico, el ascenso indígena de este comienzo de siglo se ha traducido en desafíos y disputas por el control de la función apelativa en nuestra sociedad. “República” o “Estado Plurinacional”, por ejemplo. Hubo un columnista que llegó a afirmar que él “nunca ha sido un ciudadano del Estado Plurinacional”. Es decir, que él mantuvo, así fuera en condición de “patrulla perdida”, su privilegio ancestral de nombrar las cosas del país. Mis tatarabuelos y bisabuelos lo solían hacer; pues bien, eso no se lo dejaré a ningún foráneo. (Es obvio que en Bolivia, como en el resto de Latinoamérica, los habitantes originarios del continente se han convertido, a lo largo del tiempo, en “minorías” extrañas al “verdadero” espacio comunitario).
Nombrar es un acto de poder. Por eso renombrarse es un gesto de emancipación. No renombrar, sino renombrarse, que hay en esto una importante diferencia. Lo primero equivale a colonizar; lo segundo, a adscribirse al sueño de ser uno mismo. Cambiarse el nombre es un derecho democrático arrancado a las sociedades del control y el conteo, a las sociedades de los metadatos; en todo el mundo, constituye un síntoma democrático. Hace unos años, una mujer trans boliviana, Tamara, fue a un programa de televisión donde un cura la agredió llamándola con otro nombre que el que ella había elegido para sí misma. No permitirle nombrarse era la forma elegida por su opresor para remodelar su orientación sexual. El cura creía que él sabía cuál era la “verdadera identidad” de Tamara y se sentía con el derecho a imponérsela. Un acto claramente fascista, que no mereció la condena de los periodistas que habían invitado a Tamara y que debían haberla protegido, si no en nombre de la democracia, por lo menos en el de la hospitalidad.
El privilegio de nombrar es una dimensión de la hegemonía, da poder. Se lo dio a Adán, que eligió la lengua en que llamaría a los seres de la creación. Y saber cuál es la “lengua elegida”sería un aspecto importante de las batallas culturales y políticas. Los cientos de internautas que condenaron al vocal electoral Tahuichi Tahuichi Quispe por cambiarse el nombre que se le había dado, un nombre socialmente impuesto, para reflejar mejor su conciencia indígena, querían actualizar este poder ancestral que ostentan por herencia los descendientes blancos. Si usted, señor, pretende ser mestizo, yo le recuerdo que no lo es: solamente es un indio. Si usted, señor, supone que puede llamarse indio con orgullo, independizándose de la cultura eurocentrista, se lo prohíbo; debe recordar su subordinación a esta cultura. Usted “en realidad” es Daniel, aunque no lo quiera. Ha sido nombrado en honor al profeta, siéntase complacido. Respete nuestro testamento, que también debe ser el suyo. Y Tahuichi no significa lo que usted piensa; solo yo, que no soy indio, que estoy investido de la Cultura Correcta, puedo decidir lo que está palabra “realmente” significa.
En el fondo no importa lo que pretenda un nuevo nombre, si negar una identidad o recuperarla; este no será válido en la medida en que su alumbramiento desafíe el monopolio del poder nombrar.
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